Durante los tres primeros siglos de la era
cristiana, en el período que recibe la denominación historiográfica de
“antigüedad tardía”, la medicina se hallaba cimentada en las intuiciones
fundamentales de Hipócrates y de la escuela metódica fundada por Themison de
Laodicea, a las cuales se le agregaron en el siglo II las prácticas quirúrgicas
de Galeno, iniciador por excelencia del pensamiento anatómico. La práctica
médica oscilaba entonces entre la especulación teorética, propia de la escuela
de Cos, y la empírica característica de los metódicos.
Si
consideramos la tradición judía, no es fácil probar que en
Israel haya existido propiamente una clase médica en los tiempos del Antiguo
Testamento, a la manera, por ejemplo, de los cirujanos de Babilonia, quienes
eran considerados como artesanos, o de la “casa de la vida” en Egipto, la que
bien puede interpretarse como una escuela médica, y que aparece en los
santuarios más famosos.
Por otra parte, el
surgimiento del cristianismo que pregonaba el Reino de Dios como núcleo central
de su mensaje, aportó al acto médico un nuevo elemento, el milagro, que si bien ya se encontraba presente en las
tradiciones que remontaban hasta el mismo Asclepio, adquiere en el horizonte
cristiano el estatuto de signo de la presencia del Reino de los Cielos en la
temporalidad humana.
Es posible extraer de la primera literatura
cristiana canónica y apócrifa, de los escritos del judaísmo post-bíblico y de
la filosofía helénica, ideas fundamentales sobre el dinamismo cósmico y la
centralidad del hombre como campo de convergencia de esas fuerzas conjuradas
por el que realiza la curación.
La medicina de la tradición judía que consideraba
tanto a la enfermedad como a los médicos una señal del castigo divino, sumada a
la medicina técnica greco-romana es la que fue recibida por los primeros
cristianos.
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Entrada libre y gratuita
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